Durante los dos fines de semana del Coachella 2025, una cifra comenzó a circular con un leve impacto mediático (menos del esperado para una revelación así): el 60% de los asistentes jóvenes habían financiado su entrada a plazos. El dato pasó como pasan ya casi todas las señales del colapso: envuelto en diseño, integrado en la experiencia, asumido con un escándalo controlado. Bastan 49 dólares para reservar tu sitio en el simulacro, y luego vienen los pagos, los recargos, las amenazas de cancelación en caso de impago. No hablamos de privilegios VIP. Hablamos de acceso general. De lo mínimo. Del simple derecho a estar allí.
Ese gesto —dividir el coste de una entrada en varias cuotas mensuales que se afrontarán mucho después de que la experiencia haya tenido lugar— no representa solo un cambio de modelo comercial. Expone más bien un cambio de paradigma. Lo que antes se asociaba a grandes bienes —la vivienda, el coche, la educación— hoy se aplica al ocio efímero, ya no un espectáculo audiovisual sino una necesidad identitaria. La entrada a un festival ha dejado de ser un objeto cultural y se ha transformado en una especie de suscripción simbólica al presente, la única que muchos pueden permitirse.
No hace tanto, lo que definía a la juventud eran ciertas etapas: el primer contrato indefinido, el coche de segunda mano, la hipoteca, las vacaciones planeadas en agosto. Hoy, ese relato está desintegrado. En su lugar sobreviven una colección de pagos automáticos: la cuenta compartida de Spotify, el alquiler que se deposita vía Bizum, los seis euros al mes que le das a tu creador favorito en Substack, y —si te lo puedes permitir— los 145 euros mensuales durante cinco o seis meses para comprar un ticket a un festival cuyo cartel empeora año tras año (Coachella es un ejemplo de ello, precisamente).
En un contexto donde el futuro ya no se construye sino que se aplaza, los festivales funcionan como una cápsula emocional, una promesa cultural de pertenencia mínima. No garantizan transformación, pero sí continuidad simbólica. No ofrecen propiedad, pero al menos te permiten aparecer. ¿Y eso no es, al final, lo único que importa cuando todo lo demás tiembla a nuestro alrededor?
El presente a plazos.
En los años 2000, asistir a un festival era una decisión cultural. Había que elegir bien. Comprar una entrada era comprometerse con un cartel, con una línea editorial, con una experiencia social sin la mediación de smartphones. Hoy, esa decisión está mediada por otro tipo de lógica: la financiera. Uno ya no compra una entrada, activa un plan de pagos. Y con ello, ingresa en una arquitectura invisible de cuotas, recargos, fechas límite y promesas aplazadas.
El mencionado Coachella, Lollapalooza, Primavera Sound, Rolling Loud… todos han integrado sistemas que permiten al público dividir el pago de su entrada en tramos mensuales. No lo hacen a través de bancos ni fintechs tipo Klarna, sino mediante plataformas de ticketing como AXS o Ticketmaster, que ofrecen planes internos de pago fraccionado sin pasar por entidades de crédito reguladas. No hay intereses ni análisis de solvencia, pero sí penalizaciones por impago. Todo se gestiona como si fuera un préstamo blando: sin contrato, pero con consecuencias.
Lo que está en juego no es tanto la música, no tanto el lineup, sino la posibilidad de pertenecer a una coreografía afectiva compartida. El festival como red de afectos, como cápsula de visibilidad, como escenario donde tu vida puede proyectarse en un relato reconocible. Pagar una entrada a plazos no es solo una estrategia para cuadrar cuentas. Es una forma de mantenerse dentro del feed, de no desaparecer del archivo emocional colectivo. Y si eso requiere empeñarse un poco, se hace. A estas alturas, lo extraño sería no hacerlo.
Las campañas ya no giran en torno a la música ni a la experiencia. Lo que se vende es la entrada al relato: "Con solo 20 dólares hoy, aseguras tu lugar". Esto último no es ficción: a algo así recurría Coachella en algunas de sus promociones. El pago inicial bajo se ha convertido en el principal reclamo. Es menos una celebración de la cultura que una llamada urgente a pertenecer antes de que se agote. Como si lo importante no fuera qué vas a ver, sino confirmar que aún puedes comprarte el estar ahí.
Así, la entrada se convierte en un producto financiero blando, disfrazado de experiencia cultural. No hay contrato hipotecario, pero sí calendario de pagos. No hay análisis de riesgo, pero sí penalización por impago. Y en ese umbral borroso entre entretenimiento y deuda simbólica, la juventud ensaya una forma de estar en el mundo que no depende de lo que tiene, sino de lo que logra financiar.

La entrada como "suscripción emocional"...
La economía de los festivales ha entendido la lógica mejor que muchos sectores culturales. El acceso ya no es inmediato ni transaccional. Es diferido, fragmentado, gamificado. Pagas hoy para asegurarte un lugar en una experiencia que aún no existe, con la posibilidad —si no fallas en tus cuotas— de vivirla como parte de una comunidad afectiva precaria, pero perfectamente reconocible.
Y aquí ocurre algo perverso. Porque mientras las generaciones anteriores accedían a comunidad, memoria o reconocimiento a través de estructuras materiales —el empleo estable, la vivienda, el ahorro— la nuestra se ve obligada a simular todo eso a través de mecanismos emocionales mediados por el mercado. No se puede comprar una casa, pero se puede comprar una narrativa. No se puede construir un futuro, pero se puede financiar un presente en el que estemos totalmente visibles.
Es posible que dentro de muy poco nadie se extrañe cuando aparezca un cargo, una notificación de tu app bancaria, que diga: “ENTRADA GENERAL – cuota 4 de 7 completada”. Y es que tienes una identidad en proceso de pago. Una permanencia frágil que depende, cada mes, de que siga habiendo fondos en tu cuenta.
El ticket no es un acceso, es un bien de lujo.
Hace muy poco, en abril de 2025, Beyoncé inauguró su gira Cowboy Carter en Los Ángeles con un fenómeno esperado por muy pocos: a pocas horas del concierto inaugural, seguían quedando entradas por debajo de los 60 dólares. La demanda, hinchada por una estrategia de precios agresiva y una fe casi religiosa en el deseo del fandom –que no suele defraudar, se desinfló. Y lo que debía ser un espectáculo sold-out se convirtió en una radiografía del agotamiento: miles de fans no pudieron pagar las tarifas iniciales; otros simplemente dejaron de intentarlo.
Ese mismo año, el Lollapalooza puso en circulación el paquete Lollapalooza Insider, con un precio de 25.000 dólares. (!!!) El más caro jamás ofrecido por un festival. No incluía solo la entrada: daba acceso al backstage, transporte, merchandising exclusivo y un acompañamiento personal para gestionar la experiencia. Un tipo de acceso que ya no apunta a la música, sino a la construcción de una burbuja de distinción dentro del evento masivo.