Hubo una vez que, escuchando a lo lejos aquel riff, me pregunté si quizá había sido Nile Rodgers el que lo había grabado. De repente, mi cerebro conectó inesperadamente la certeza de que músicos como Ryuichi Sakamoto o Brian Eno habían tenido una relación más que anecdótica con empresas tecnológicas y de telefonía. Si eso era cierto, entonces el genio tras Chic podría haber engendrado aquel sonido.

Tuvieron que pasar varios días más hasta volver a escucharlo, también en plena calle y a la tarde. En ese momento me propuse averiguar de dónde procedía y como no hay demasiadas opciones en cuanto a tonos de llamada, decidí rebuscar uno por uno los disponibles en iOS. Tras un rato, caí en la cuenta de que no se trataba de nada relacionado con Apple. El vacío de la duda siguió durante semanas: ¿de dónde llegan aquellas notas de guitarra? ¿Acaso sólo las oigo yo?

Transitar por Barcelona hoy en día es hacerlo con la sensación de estar dentro de un mapa acústico más objetivo que subjetivo. Si la experiencia está corroída por la gentrificación y la estandarización, entonces todos estaremos expuestos a sonidos similares o comunes, ¿no? A cada paso, entre el ruido de maletas sobre adoquines, monopatines, aves habituales y ecos de diferentes idiomas advirtiendo de su presencia, ese riff. No miento si digo que en alguna ocasión me he visto a mí mismo girando la cabeza en busca de su encuentro.

Siempre era el mismo bucle, con la misma cadencia robótica, como una llamada de atención que no iba dirigida a mí pero que yo acababa escuchando por alguna razón. Tras varias semanas más, decidí preguntar en redes sociales si alguien también estaba escuchando (sobre todo en horas vespertinas) aquel maldito sonido. Por un momento supuse que se trataba de algún tono de llamada de Android. Hasta que alguien ató cabos por mí y desbloqueó este artículo: se trataba de la notificación que reciben los riders cuando se les asigna un pedido en la app de Glovo.

Podéis imaginar mi rostro y mis pensamientos seguro: la puta guitarra que más oigo en mi día a día es también la melodía involuntaria de una ciudad reorganizada por y para la demanda inmediata. Ahora, cuando oigo ese riff, ya no oigo una guitarra: oigo órdenes. Aquel aviso designa a quién toca moverse, qué dirección tomar, cuánto tiempo queda, cuántos euros ganarás si no fallas. Vibra desde los bolsillos de miles de repartidores y se eleva sobre el suelo urbano como el compás reconocible de una relación de abuso de poder.