Dejemos de llamarlo música en directo y pongámosle el nombre de "economía basada en la ansiedad". La experiencia empieza antes del show y no tiene nada que ver con lo que ocurre ahí arriba en el escenario. Tiene que ver con conseguir entrar. Con ganarle la partida al sistema antes que se agoten los tickets o suban de precio. Y si eso pasa, siempre puedes endeudarte.
El caso de Bad Bunny en España no destaca únicamente por el volumen de entradas vendidas o por la rapidez con que se agotaron. Aunque Live Nation haga oídos sordos al revuelo y parezca inmóvil ante su narrativa de haber hecho historia. Destaca porque revela con nitidez cómo funciona hoy el sistema que organiza los grandes espectáculos. Una estructura empresarial, tecnológica y narrativa capaz de convertir la emoción colectiva en capital, y de convertir cada fase desde el anuncio hasta la reventa) en un espacio de extracción económica.
No es nuevo que los conciertos generen beneficios, pero lo que ocurre aquí no es un simple margen de negocio: es un régimen de explotación afectiva desregulada, sostenido por una arquitectura opaca que administra el deseo como materia prima. Lo llamamos éxito, pero es un diseño. Las cifras récord no solo miden popularidad: fabrican escasez, refuerzan deseo y justifican abusos. Las entradas aparecen minutos después en plataformas de reventa, y nadie parece responsabilizarse. La lógica es sencilla: si se agota tan rápido, debe ser bueno. Si hay 400.000 personas esperando, debe ser historia. Y así se reproduce el ciclo.
Este texto no es una crítica a un artista ni una queja aislada por tickets asombrosamente caros. Es una exploración de cómo se construyen hoy los eventos masivos, qué se activa en el público para sostener su lógica, y por qué las emociones (más que los singles, los álbumes, las lyrics) se han convertido en el recurso central de un modelo de entretenimiento que se presenta como experiencia cultural, pero funciona como extractivismo en estado puro.
Secuencia (1): La expectativa programada y la ansiedad por el acceso...
La venta de entradas para un concierto empieza mucho antes de que se habilite el botón de compra. El anuncio inicial ya es una forma de activación emocional: los mensajes son medidos, las fechas escalonadas, las fases de preventa distribuidas con precisión. Se construye la ilusión de exclusividad antes incluso de que el comprador tenga tiempo de asimilarlo.
La cola virtual no es una herramienta neutral. Es una interfaz diseñada para producir una experiencia. El colapso técnico, cuando ocurre, no es tanto un fallo como un efecto deseado. En Perú, más de 400.000 personas se conectaron para intentar comprar entradas para un solo concierto de Bad Bunny. En España, se vendieron más de medio millón en menos de 24 horas. En ambos casos, el acceso fue caótico, y esa sensación de descontrol multiplicó el deseo. A más usuarios en espera, más legítima parece la urgencia.
No hay un algoritmo que ordene por justicia, sino un sistema que administra la ansiedad en función de criterios opacos: historial de navegación, cuentas asociadas, tiempos de respuesta, segmentación geográfica. Se premia la velocidad, pero también la docilidad: los usuarios que siguen las reglas del sistema, que se registran con antelación, que aceptan todos los términos, son los que tal vez accedan. Pero incluso entonces, el acceso no garantiza nada. Puede aparecer un cargo extra, un cambio de precio dinámico o una caída del sistema. La inestabilidad (véase fragilidad) es la única constante.

Secuencia (2): FOMO → Fuel
Lo importante no es cuántas personas asistirán, sino cuán rápido se agotaron las entradas. Esa rapidez se convierte en el mensaje. La escasez deja de ser un problema para convertirse en argumento de marketing. Se presenta como prueba de autenticidad, pero responde a una lógica de maximización emocional: si algo desaparece enseguida, entonces hay que desearlo más.