Hace tiempo que quería dar forma a este ensayo; ni es un alegato descentrado sobre la pérdida del buen gusto ni tampoco es lo contrario. Es, a mi estilo, un análisis de la situación alrededor del gusto. Cómo ha cambiado este concepto y cómo se presenta en la actualidad, alcanzando absolutamente todas las dimensiones artísticas que podamos imaginar.

Y este proceso, o recorrido, tiene paradas obligatorias: lo cool, lo cringe, lo kitsch o lo cute son parte de una misma dinámica donde la lógica memética y la cultura en loop lo dominan prácticamente todo. Esta pieza estará además estrechamente conectada con otras inminentes que conforman toda una teoría general de cómo las artes están imbuidas por este tipo de fenómenos.

Aunque el eje central de esta pieza es la comparativa con el fenómeno coleccionable de los Labubu, antes y después de abordar esa metáfora se proponen dos apartados que, de alguna manera, funcionan como marco histórico y filosófico primero y como consecuencias globales después. Es posible que esta pieza vaya actualizándose con el tiempo, ya que hoy mismo la considero una pieza que está viva...

I. ¿El mal gusto como motor histórico?

Lo que hoy genera burla, mañana será "el MoMa"... La historia del arte está llena de errores de juicio. O juicios de valor. No del público, sino de quienes tenían el poder de decidir qué merecía ser visto, valorado o coleccionado. De los gatekeepers de antaño. El gusto, esa categoría que pretende medir lo valioso con una vara estética, siempre ha sido una cuestión de clase, contexto e ideología. Lo que en un momento fue considerado una aberración formal, una broma sin talento o un ataque a la sensibilidad, ha terminado en vitrinas de museo. Y no por accidente, sino por un mero desplazamiento del canon.

"Great art often offends taste before it refines it" se dice por ahí. O "el mal gusto es auténtico gusto, por supuesto, y el buen gusto es el residuo del privilegio ajeno", como mencionó Dave Hickey. Por ejemplo: la historia del Impresionismo, ridiculizado en sus orígenes, es uno de los clásicos. En 1874, tras la presentación de las primeras pinturas de Claude Monet y sus amigos en las que experimentaban con el trazo suelto y colores sin contorno, el crítico del periódico satírico Le Charivari, Louis Leroy, calificó una de las pinturas de "descuidada, inacabada, descontrolada y, desde luego, nada artística". De hecho, Leroy interpretó el término "impresionista" como un insulto.

El Pop Art, hoy encumbrado y totalmente remezclado, fue acusado de vulgar por apropiarse de latas de sopa primero y después asistió a que la mismísima revista Life preguntara a mediados de los años 60 si Roy Lichtenstein era el peor artista de Estados Unidos. Por su parte, el arte conceptual también fue señalado por no parecer arte, demostrando una vez más que el mal gusto no es un error, sino una etapa del proceso. Los críticos se escandalizan, el mercado se ríe, y unas décadas después, todos fingen que lo entendieron desde el principio. xD.

El buen gusto no nace, se impone. Es la cristalización del gusto de otros: de quienes pudieron pagar, decidir, coleccionar. En ese marco, todo arte que incomoda, que parece fuera de lugar, que se arriesga sin pedir permiso, es automáticamente clasificado como error estético. Hoy lo es cualquier artista u obra que se atreva a molestar sin un contexto validado a su alrededor.

⚉ El mal gusto como forma de vanguardia: del barroco al Reguetón...

El mal gusto es una categoría producida, una operación histórica que separa lo visible de lo vulgar, lo aceptado de lo excéntrico, lo representable de lo que, por exceso o impureza, amenaza el régimen estético dominante. Su historia es la del gusto en negativo, y por tanto también la historia de sus desbordamientos: de lo que incomodó o escandalizó antes de consolidarse como un estilo.

Desde el barroco (insoportable para los clasicistas) hasta el Reguetón (tachado de ruido sexual antes de ser blanqueado y exportado), el mal gusto ha cumplido una función que podríamos llamar termodinámica: recalienta los márgenes hasta que estos se funden con el centro. Adorno lo sabía: "el gusto se fabrica con la exclusión de lo no-codificable". Pero también el ya mencionado Hickey: "el mal gusto es la intuición cultural de lo que viene". Uno lo condena, el otro lo celebra. Ambos entienden que no hay cultura sin fricción, ni sensibilidad sin cuerpo extraño. El buen gusto es, en muchos casos, solo la formalización de una disidencia pasada.

Lo que llamamos mal gusto suele ser simplemente aquello que aún no ha pasado por el filtro de la legitimidad: lo bastardo, lo latino, lo digital, lo femenino, lo emocional, lo infantilizado. Con tan sólo un momento podrás tú mismo identificar todo aquello que tu entorno todavía considera mal gusto...

⚉ ¿Es esto una epidemia de mal gusto?

El mal gusto ya no es una desviación. Es una cosa empresarial, pura infraestructura. Se ha convertido en el marco estético dominante no porque subvierta nada, sino porque funciona mejor que el buen gusto en un entorno saturado. No requiere contexto ni atención, solo reconocimiento inmediato. Lo estridente, lo excesivo, lo obvio, lo torpe, lo reciclado: todo eso que históricamente fue despreciado como signo de vulgaridad, hoy opera como protocolo visual. Da igual si desentona, se va a imponer.

Esto ya lo sabemos pero lo recuerdo por si acaso: lo que más circula no es lo más complejo ni lo más cuidado, sino lo que más rápido se entiende. En un entorno donde el juicio se rige por la velocidad promedio del scroll, la estética se adapta a lo procesable sin esfuerzo. Y el mal gusto, como dice Milan Kundera, es precisamente eso: "la estética que niega todo lo que resulta inaceptable en la experiencia humana". Es como si esos algoritmos a los que nos han encadenado, sin saberlo, piensen en kitsch mode.

Pero el mal gusto contemporáneo no se parece al barroco ni al rococó. Hay caprichos sí, siempre los hay. Pero no se construye desde el exceso formal, sino desde esa economía de la saturación. Son gestos que ya han sido vistos, recombinados, compartidos. Lo que antes escandalizaba por romper códigos, ahora se exhibe y se transmite sin cesar. No hay transgresión porque ya no hay norma. Y eso vuelve el mal gusto más efectivo: no tiene que negociar nada, solo repetirse mejor. La epidemia estética actual no consiste en que se valore lo feo, sino en que ya no se exige que nada tenga criterio. Todo cabe, todo vale, todo pasa por el aro. El arte, la moda, la música, el diseño: todos comparten una misma condición de replicabilidad sin fricción.

⚉ Entonces ¿no será el gusto un residuo?

El gusto fue, durante siglos, una herramienta de distinción. No necesariamente justa, pero del todo operativa: organizaba jerarquías simbólicas, permitía lecturas complejas, activaba disputas y triggers. Hoy ya no organiza nada. El gusto no orienta, no filtra, no proyecta absolutamente nada. Se ha convertido en residuo algorítmico. Dicho de otra manera: la epidemia de mal gusto no consiste en que la gente vista mal, sino en que se ha perdido la tensión entre estilo y significado. Ya no hay riesgo, solo iteración. La identidad visual es una simulación constante de novedad.

La cultura digital ha desplazado el juicio estético por el rendimiento de visibilidad. Lo que antes se valoraba por su complejidad, su riesgo o su composición, ahora se mide por exposición. Este desarme ha sido perfectamente funcional. Permite que todo entre. Que no haya fricción. Que el arte, la moda, la música, incluso el pensamiento, operen como secuencias intercambiables en una economía sin fricciones. El gusto, como decía Theodor Adorno del kitsch, se convierte en una categoría sin dialéctica, sin posibilidad de tensión. Todo lo que parecía expresar subjetividad ahora solo expresa adaptabilidad.

En este ecosistema, no es que el gusto haya desaparecido. Es más bien que lo hemos desactivado. Ahora es un simple ornamento. No hay un criterio detrás, sosteniéndolo. Se presenta como personalidad, pero no interfiere en nada. Hasta lo edgy se ha convertido en preset.

Más figuras Labubu, personificando a otros artistas contemporáneos...

II. Los Labubu como metáfora: coleccionismo, serialidad y fetiche...

Labubu es un muñeco de moda. Seguro que lo habéis visto en algún lado. O en el metro. O reclamando atención en alguna publicación. Existen más de 300 variantes de su formato. Algunas vienen con trajes de astronauta, otras con estética steampunk, otras con orejas de conejo o disfraz de tigre. Cada figurita vale más o menos en función de su rareza, su packaging, o si fue vista en el Instagram de alguna celebrity. Hasta aquí todo es corriente, o al menos, lo tenemos asimilado. Pero estos labubus son también (o pueden ser percibidos como) un modelo de circulación simbólica. La obra no existe, es sus versiones. No representa nada estable: se adapta, muta, colabora. Labubu es en realidad una interfaz.