Entre los centenares de DMs, comentarios y advertencias que he recibido en mis distintos análisis del fenómeno 'LUX', hubo un mensaje que me llamó la atención sobremanera. Una usuaria acababa su vertido de bilis comentando que "cancelarla porque se expresa como quiere y no como vosotros queréis ya me parece tóxico". No es la primera ni será la última vez que ante un discurso crítico y, por qué no decirlo, antagónico, alguien recibe acusaciones de "dogmatismo" o incluso "bullying digital".

Lo significativo no es el exabrupto en sí. Sorprende lo que acaba revelándonos: el espacio público digital ha disuelto los marcos que antes ordenaban lo que comprendíamos como "conversación cultural". Allí, antes existía una separación entre juicio estético, posicionamiento político y afectos personales, pero hoy todo se mezcla en una misma zona de fricción inmediata. Al desaparecer las distancias (entre autor y lector, entre obra y fandom, entre crítica y comunidad), cualquier intervención se lee como un ataque directo a la identidad del otro. Los "argumentos" ya no son "argumentos", son amenazas a los sistema de creencias.

Leer "crítica" en tiempos de parasocialidad, fandoms y cultos digitales.

La recepción de mis textos sobre Rosalía me ha vuelto a demostrar que, literalmente, hemos perdido las herramientas básicas para distinguir entre una "opinión", una "crítica", un "ataque" y una "cancelación". En el paisaje de los feeds, donde todos los enunciados comparten formato y compiten por la misma atención, cualquier análisis aparece comprimido a la escala de un comentario, y cualquier comentario adquiere el tono inflado de un juicio definitivo. De ahí que una pieza argumentada sobre el contexto estético, político y espiritual de un evento como el mencionado acabe interpretado como una agresión personal a su autora, o incluso como una campaña organizada para perjudicarla.

Esta situación hace que me pregunte sobre la extrema fragilidad del ecosistema interpretativo actual: si un texto crítico se vive como hate, es porque la crítica ya no circula como una práctica pública diferenciada, sino como otra molestia dentro del mismo flujo emocional que organiza la identificación del fan, o "lo parasocial".

Como decía, para algunos, cuestionar la construcción espiritual de 'LUX' equivale a "cancelar" a la artista; para otros, apuntar las tensiones políticas de un proyecto mainstream es practicar una "cruzada moral" comparable a la religión que históricamente disciplinaba el arte; para otros tantos, simplemente, tener una lectura situada exige demostrar credenciales técnicas, como si el criterio crítico fuese una función curricular y no un método.

Bien: la autoridad crítica está disuelta y el algoritmo ocupa la posición del gatekeeper de antaño, y el fandom y sus dinámicas (tóxicas) sustituyen al debate.

Tengo que admitir que esta pieza estaba medianamente terminada antes de la experiencia personal que relato, y lo que en principio iba a ser un ensayo sobre lo que queda de la crítica contemporánea, ahora pasa a ser un intento de aclarar qué se ha roto en nuestra relación con el juicio, y por qué hoy un desacuerdo argumentado se interpreta como "violencia". La pregunta esencial, para mí, no es quién tiene razón o quién no la tiene. Eso es del todo irrelevante. Me parece más clave ir por aquí: ¿todavía podemos desacoplar el análisis de la identidad emocional que cada comunidad protege como si fuera un credo?

REWIND: Del ecosistema del gusto al aplanamiento.

Durante dos siglos, la crítica existió dentro de un ecosistema donde "opinión", "juicio" y "autoridad" tenían funciones distintas y reconocibles. Había una distancia real entre la experiencia subjetiva ("esto me gusta" o "no me gusta"), el análisis sistemático y la construcción de marcos culturales. Ese ecosistema no era ni perfecto ni inocente, pero proporcionaba algo esencial: contexto, es decir, un espacio donde los desacuerdos podían formularse sin confundirse con agresiones personales.